Cielos recobrados en medio del postconflicto
Para descubrir la riqueza aviaria colombiana no hace falta salir de la ciudad. Una mañana de noviembre, en pleno corazón de Bogotá, un experimentado reportero y un talentoso ilustrador salieron juntos a conocer las aves endémicas de la capital y descubrieron historias inesperadas en torno al país.
Tienen forma de bumerang. Pasan rápido. Trazan elípticas en el cielo. Se persiguen y sus siluetas veloces, con las alas hacia atrás, recuerdan dos aviones Mig 15 en combate. “Son vencejos”, explica Alejandro Pinto, un biólogo de 32 años de la Universidad Nacional, quien es el guía de esta expedición y quien ‘pajarea’ desde hace diez años.
Son las 5:50 de la mañana, así que ya no es de noche, pero tampoco podría decirse que es de día. Del firmamento brota una luz azul y débil, apenas suficiente para distinguir las formas de las aves, de las montañas, de la cañada. Hasta hace unos minutos transitábamos una ruta sinuosa y destapada, en la que la neblina ofrecía un panorama lechoso que las luces exploradoras de la camioneta solo alcanzaban a penetrar un par de metros. Era el último tramo hasta la zona de amortiguación del Parque Chingaza, que es el área aledaña a la reserva natural. El destino final de un recorrido que emprendimos una hora y cuarenta minutos atrás desde la ciudad de Bogotá.
Alejandro saca de la camioneta su equipo: un telescopio, unos binoculares, un apuntador láser y un libro grueso de ornitología. El ruido del agua que baja por la cañada suena como estática a todo volumen, mientras los vencejos lanzan silbidos agudos e intermitentes arriba. Alejandro los observa. El vuelo de las dos aves es ágil, describen curvas cerradas, se pierden en la vegetación y vuelven a salir. El biólogo dice su nombre en latín: Streptoprocne rutila. También dice que es un ave común y ampliamente distribuida, por lo que si bien es hermosa y su vuelvo es en sí mismo un pequeño espectáculo, no es el plato fuerte de esta visita, en la que él – y por lo tanto nosotros quisiera avistar un periquito aliamarillo o, en términos científicos, una Pyrrhura calliptera, que es una especie endémica; es decir, que solo habita en la cordillera oriental de Colombia.
Avanzamos unos pasos y Alejandro apunta con el láser hacia un grupo de arbustos. Abre las patas del trípode y enfoca el telescopio. Luego silba y desde aquellos arbustos le responden. Allí hay un par de Myioborus ornatus, aves pequeñas de plumaje negro y amarillo en el cuerpo y un parche blanco en la cara, a las que se les conoce como candelitas copetiamarillas. Luego vemos un cucarachero pechigris y, al instante, un pitajo torrentero con su plumaje rojo en el abdomen.
Manacus manacus & Pyrrhura calliptera.
En pocos metros hemos observado cuatro especies distintas y eso se debe no solo al ojo y oído agudos de Alejandro, sino a que Colombia alberga a casi el 20 por ciento de la biodiversidad de aves del planeta, pues de las nueve mil especies que hay en el mundo, en el país se encuentran poco más de 1.900.
Por eso no extraña que el país haya ganado en mayo de este año –y por tercera vez consecutiva– el Global Big Day, un evento mundial en el que durante un día los observadores –expertos y aficionados– salen a avistar aves y a registrar sus hallazgos. En esta última ocasión se avistaron 1.574 especies, mientras que en Perú y en Ecuador, que ocuparon el segundo y tercer lugar, las cifras ascendieron a 1.486 y 1.142, respectivamente.
Es precisamente por esa enorme variedad por la que el país tiene un potencial enorme como destino de aviturismo, al punto en que según la Conservative Strategy Fund esta actividad podría atraer a 278.850 observadores cada año. Sin embargo, Alejandro cuenta que si bien él presta sus servicios de guía continuamente para grupos pequeños de viajeros, esta industria aún es incipiente si se compara con otros países como Ecuador, Perú o Brasil. Y en eso coincide Luis Ureña, dueño de Manakin Nature Tours, que da un ejemplo para dimensionar el camino recorrido y el potencial por desarrollar: “Costa Rica, por ejemplo, vive de esto desde hace unos 35 años y es un país que es tal vez 15 veces más pequeño que Colombia y con la mitad de la biodiversidad que nosotros tenemos, pero allá al día pueden entrar dos mil personas a ver aves, mientras que nosotros, que somos una de las empresas más grandes del país, podemos recibir máximo 64 personas en temporada”.
El frío bosque andino ahora se revela con la claridad del día y se llena de una multitud de cantos. Son las 6:30 de la mañana y subimos por la trocha hasta que Alejandro se detiene. Un poco más arriba se oye el silbido. Es una sucesión de sonidos cortos como si alguien pronunciara repetidamente la letra ese o, mejor, como el ruido que produce una argolla metálica que gira suelta en un tornillo.
“Es un Hemispingus superciliaris o Hemispingo Cejudo”, declara, y luego ofrece el telescopio enfocado a ocho aumentos. En el ocular se aprecia el ave y también la razón de su nombre: sobre el ojo tiene una franja, como una especie de ceja gruesa y blanca. El guía sonríe. Ver aves, reconocerlas, coleccionarlas en la memoria, es la esencia misma del pajarero, que recorre kilómetros para tener encuentros fugaces, para apreciar por un instante aquellos animales huidizos y completar listas de especies exóticas con las que es testigo del colorido y las formas que moldearon la evolución y la genética. Luis Ureña lo resume así: “es como llenar un álbum. A mi me falta ver, por ejemplo, al Black-necked Red Cotinga y ese pájaro se me volvió mi objetivo. Por eso la gente que viene a ver aves llega con sus listas de 200 o 250 especies y cada vez que encuentra una nueva es emocionante”.
También te puede interesar: Chiribiquete.
Cada lugar tiene sus propias ‘láminas’ para completar aquel álbum, y las más raras son por supuesto las más codiciadas. Alejandro insiste en que aquí el premio mayor sería el periquito aliamarillo, al que ahora escuchamos con su gorgoteo lejano. El guía aguza el oído y se gira, luego señala hacia un breve valle que se abre entre las colinas. Alcanzamos a ver un pequeño grupo de estos animales, que apenas son puntos en la distancia. Alejandro saca el celular de su bolsillo, abre un archivo sonoro con cantos de aves y busca el llamado del periquito. Lo hace sonar, pero no hay respuesta. Sin embargo, sabe que estamos cerca.
Lo que hoy hacemos a poco menos de dos horas de Bogotá, se empezó a hacer en varias zonas del país desde hace algún tiempo y ya hay varias rutas de avistamiento de aves que cubren regiones como la Andina, la Pacífica, la Atlántica, el Magdalena Medio y parte de la Amazonía.
Y aunque existen varios retos para desarrollar el aviturismo, está industria no solo promete ser rentable desde lo económico, sino también desde lo ambiental y lo social. Y eso se debe a que buena parte de los lugares que ofrecen la mayor biodiversidad, se ubican en territorios que sufrieron la violencia y dependieron en alguna medida de las economías ilícitas.
Es por eso que varias fundaciones, inversionistas y el mismo Estado, le apuestan a desarrollar proyectos con comunidades en zonas apartadas, como lo están haciendo, por ejemplo, en la vereda Playa Rica, en el departamento del Putumayo. Allí se comenzó un trabajo de capacitación para los habitantes que continuará durante el 2020 y también se están haciendo inversiones en infraestructura, para apoyar a una comunidad que se propuso cuidar sus recursos naturales y vivir de ellos. “Son 22 familias que viven en un territorio de 488 hectáreas y la mayoría cultivaban coca. Ahora ellos no cazan ni tienen coca ni talan los bosques para
¿Sabía que una especie endémica es una que no se encuentra de forma natural en otra zona distinta a donde se ha registrado?
ganadería. Están cuidando ahora el ecosistema”, dice Michael Quiñones, de la asociación Quinti, una de las entidades que acompaña este proceso. Lo mismo podría decirse de comunidades en La Macarena, en el Meta, o Manaure, en el Cesar, donde 20 excombatientes de las Farc decidieron conformar Tierra Grata Ecotours, una agencia de viajes que ofrece este tipo de paquetes turísticos.
Campephilus pollens.
Precisamente es con estos proyectos que muchos excombatientes han encontrado una alternativa en la que pueden poner en práctica los conocimientos que adquirieron durante los años que caminaron las selvas colombianas, pues como explica Luis Ureña, “mucha de esta gente, como estuvo tanto tiempo en el monte, aprendieron de la naturaleza de forma empírica. Entonces se volvieron muy buenos rastreadores, observadores o escuchadores de aves. Tienen un talento que no sabían que tenían. Hay muchos de ellos en la Amazonía o en el Caquetá y nosotros trabajamos con algunos”.
Pero el aviturismo no solo les ofrece oportunidades como guías, sino que dentro del engranaje de la industria también pueden participar en otros roles. Tal es el caso de Henry, quien fue el encargado de las telecomunicaciones de las Farc en el sur del Meta y hoy se dedica a transportar turistas en su camioneta. “Es una excelente fuente de ingresos, uno vive bien si trabaja seriamente durante las temporadas. Yo de ahí saco para los semestres de la universidad de mi hijo”, dice y luego agrega: “Es una buena forma de encaminar avanzar en el posconflicto: poniendo a la gente a trabajar en sus mismas zonas, porque ellos las conocen muy bien”.
Vemos un águila caminera, vemos una pava andina y vemos un quetzal. Y ver un quetzal es ver una criatura extraordinaria: su plumaje es verde en el cuello y la cabeza, rojo en el torso, blanco en la cola. Parece cubierto de un reluciente metal. No es endémico, pero qué más da, su belleza es casi inverosímil.
Luego vemos un hermoso pájaro carpintero que con su pico taladra un tronco. Alejandro vuelve a sonreír. Nosotros también.
Seguimos. El guía no quiere darse por vencido. Subimos por la trocha y nos detenemos bajo un grupo de árboles que ensombrecen el camino. La obstinación del guía tiene su recompensa: acaba de escuchar, de nuevo, el canto de sus periquitos. Alejandro pone el trípode en tierra. Enfoca. Del hueco de un troco altísimo salen uno, dos, tres periquitos. Son verdes y tienen una línea amarilla en el borde cada ala. Se quedan posados sobre la rama. Luego alzan el vuelo y se pierden. El encuentro es fugaz en el tiempo, pero duradero en la memoria.
Texto por Julián Isaza